Antoni Vicens -“Ceci n’est pas un père”

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Apenas estaba a punto de ser mayor de edad, cuando vi el cerebro de mi padre. Un tumor le había afectado ese órgano y, acompañado de un primo mío estudiante de medicina, pude apenas acercarme a la baranda desde la que se veía el teatro de operaciones. Mi primo me había advertido de que, en esa situación, desmayarse era cosa de un instante; vi algo y no perdí el conocimiento. Lo recuerdo aún, en una zona de luz rodeada de sábanas verdosas y algunas personas interviniendo. No sé si eso me dejara traumatizado; sí lo había sido anteriormente presenciar una serie de convulsiones en las que veía a mi padre gozar a su manera, y para las que yo elaboraba algunas teorías falsas, en las que generalmente la culpa debía encajar. Quedó un resto de aquella experiencia que él hacía de un cuerpo sin control que tenía algo feminizante. Es condición común del goce. Considerar que había alguna posibilidad de que podía morir vino después, tras la operación. Esa idea hubo de componerse con la nueva realidad que inauguraba su discapacidad y mi mayoría de edad. De nuevo vinieron a faltar respuestas. Podía ser que su estremecimiento pudiera dar nombre a mi goce y a la locura del mundo; pero seguro que no del todo. Tampoco resultaba convincente a la hora de interpretar el deseo de mi madre. Tuve que buscar por otras partes, divagando entre ríos, afluentes, arroyos y regatos.

Nadie encontrará el Nombre del Padre, en tanto condición de una realidad más o menos estable, o devoradora, o fastidiosa, en el cerebro. La cuestión es si esa privación es una garantía de libertad o todo lo contrario. El cerebro puede ser plástico, pero eso no garantiza la flexibilidad del mundo, que proviene de la tolerancia del padre y hacia el padre. El yo fuerte del neurótico responde a una angustia que petrifica al mundo y le cierra sus salidas. Cuando ese yo fuerte escribe, sólo puede redactar epitafios; cuando se lo deja hablar, las letras de su nombre empiezan a danzar y crean boquetes por los que entran voces plurales y resquicios que permiten miradas nuevas. Hablando, el Otro deja de exigir la abstención del goce y el inconsciente habla.

El cerebro no habla, por ello se supone que no miente; algunos extraen de ahí que contiene toda la verdad. Hay que ponerse guantes para tocar esta estructura cerrada. Más alegre es considerar que falta algo en el sentido, que la ausencia del todo la sostiene una fe o una convicción, aunque sea en lo imaginario. El sostén puede ser muy bien un Nombre del Padre andando por ahí, en la realidad, aunque arrastre los pies, descompletándola con su capricho, o con un ejercicio de amor, una obcecación de odio o el trabajo de alguna ignorancia. La burbuja del ser flota como aparente salvavidas, en forma de pasión. Esa burbuja es la esfera del motor inmóvil, una paradoja estúpida, feroz y cómica.

Otro delirio es el delirio del Uno, que es el peor cuando es el de Un-padre; pero no siempre es así, por fortuna. Por fortuna, es decir, bajo transferencia, el padre es inconsciente: no sabemos nada de él, pero lo encontramos entretejido con toda clase de relatos, con falta y sin falta, y que circulan por los surcos de la aletosfera. Luego escribimos nuestro síntoma.

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